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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

lunes, 9 de abril de 2007

Un puñado de hilachas, y 4

La tenue luz escapando del profundo amarillo de la mirada de los pequeños robots, inundaba la sala que parecía haber permanecido solitaria hasta hace unos instantes. Mis dedos fueron recorriendo las formas de uno de aquellos pequeños juguetes, repasando cada suave curva, revisando cada minúsculo orificio. Deslizándose por el esqueleto metálico, todavía en buen estado, hasta llegar a uno de los costados, en el que me topé con una pequeña placa metálica. Una fugaz sonrisa se apoderó de mi rostro y mi memoria fue asaltada por una oleada de recuerdos locos, de sensaciones descontroladas. Me acerqué lo necesario y leí la inscripción. Un nombre propio, un número y una fecha, y lo mismo hallaría si rebuscase en los costados de cada uno de los robots, allí donde siempre se ha estampado el nombre de aquel que disfrutaría de la eterna sonrisa del juguete y la fecha a partir de la cual compartirían horas y horas. En un pequeño trozo de metal, un grabado eterno recuerda el primer día de la vida del muñeco y la razón por la que debe sonreír.

Una extraña sensación comenzaba a acechar mi mente, recuerdos de la infancia golpeaban mi memoria sin orden, rescatando imágenes de hechos que parecían olvidados y los ojos, de un amarillo brillante, de aquel pequeño juguete que un día se despertó junto a mi cama, mostrándome por primera vez su gigantesca sonrisa, me preguntaban cómo y dónde dejamos de ser compañeros… y no supe contestar a su pregunta, no hallé rincón en mi memoria que hablase de despedidas, ni de últimos abrazos.

Todavía trataba de recomponer el último puzzle no resuelto de mi niñez cuando la puerta se abrió con un estruendo que anticipaba el monstruo que no tardaría en cruzar el dintel. Los ojos de los robots se cegaron y me pareció escuchar como sus esqueletos metálicos tintineaban, junto a mis huesos, sacudidos por un miedo atroz. A través de la puerta se asomó la cabeza de un hombre que caminaba agachado y que pareció tocar el techo de la habitación cuando se irguió y exhibió ante mi cuerpo, derribado por el temor, y ante los pequeños y asustados juguetes, lo que me parecían cientos de metros de envergadura.

En uno de sus hombros descansaba una pequeña luz, casi apagada, incapaz de ni siquiera iluminar toda la habitación, pero hábil a la hora de proyectar sórdidas sombras. Avanzó un paso, me miró fijamente pero permaneció en silencio. Durante un segundo se quedó completamente inmóvil y, a continuación, tomó, con una de sus enormes manos, un puñado de robots. Se giró parsimonioso y, agachando su gigantesco tronco, salió de la habitación. De inmediato me puse en pié, impulsada por una rabia que lograba vencer al temor, y salí tras él. Agarré uno de sus brazos y le grité furiosa que se detuviese, que me dijese qué pensaba hacer con aquellos pequeños. Se frenó, sin duda no por mis esfuerzos sino por su propia voluntad, me miró y me contestó que el destino de ellos era pasar a formar parte de los montones de chatarra que, con seguridad, yo habría tenido que recorrer para llegar hasta allí. Sus palabras relataron con absoluta calma los pasos necesarios para romper, doblar o deformar sus esqueletos hasta que abandonasen por completo su actual forma, prensados hasta ser reducidos a metales inertes.

Mi rostro mostraba la estupefacción que me poseía en esos instantes, sorprendida por la macabra confesión, aturdida mientras me imaginaba las eternas sonrisas deformadas por las manos del gigante y él pareció percibirlo. Detuvo su relato y me preguntó:

¿Acaso te sientes más afortunada que ellos?, -acompañando la pregunta con un gesto que mostraba las sonrientes cabezas que sostenía en su mano-.

¿No debería?

No lo creo -contestó-, ¿qué edad tienes?

Contesté a su pregunta, la cual me hizo me sentir como una minúscula y estúpida insignificancia, y él continuó su argumentación:

¿Lo ves?, todavía eres una niña pero ya has vivido cientos de años. Has visto muchas cosas, es cierto, y has ganado muchas veces –su voz sonaba cada vez más y más profunda-, también has perdido infinitas batallas durante estos años, quizás más de las que una niña debería poder soportar, sin embargo -sus ojos se cerraron y un suspiro precedió a su voz-, ni siquiera has comenzado a vivir, si la vida puede medirse en tiempo. Ni siquiera has comenzado…

Parecía sentirse especialmente incómodo en ese momento y su malestar se filtraba hasta mis huesos en forma de un extraño temblor.

Nos otorgan años y años –continuó-, eliminan enfermedades, alargan la vida hasta límites increíbles, toman tus huesos y tu carne y crean para ellos un mundo casi eterno, en el que puedes perderte, en el que puedes olvidar cuando has nacido. Te hacen ser niña con cien años y alejan la vejez tanto que parece nunca llegar. Pero –su rostro se desencajó en una horrorosa mueca-, sencillo es otorgar tiempo, no enseñar a vivirlo y, al final, tu cuerpo es joven con cien años, como el de una niña, pero tú eres una anciana enjaulada en una maquinaria perfecta. Cansada de perder batallas y con un horizonte plagado de derrotas ante ti.

Mi mirada no se había apartado ni un segundo de los rostros apagados de los robots, como aferrándose a lo único conocido de aquella situación, a lo único que no me desconcertaba.

Ellos –señalando a los pequeños juguetes-, nacen entre los brazos de un niño y viven mientras el amor entre ambos dura. Cuando el niño se cansa de su juguete, vienen a parar aquí. Podríamos asignarles otros nombres propios, crear un fracaso en sus memorias y obligarles a volver a empezar, y así hasta la eternidad, perdiendo, para siempre, la misma batalla una y otra vez –clavó su mirada nuevamente en mis ojos e hipnotizó mi mirada-. Pero eso sería cruel, muy cruel –sus palabras resonaban ahora en mi cabeza-. Preferimos otorgarles la muerte cuando es lo único que desean y no obligarles a continuar caminando, como un esclavo de su propio esqueleto metálico, como un ser sometido a la perfección física del material en el que ha sido gestado.

Pero –las palabras parecían no querer salir de mi garganta y, cuando lo hacían, iban acompañadas por un notorio tartamudeo-, yo, yo me siento viva. Nunca me he sentido de otro modo.

¿Y qué pasará cuando no sea así? Entonces aprenderás que ninguno de nosotros estamos preparados para vivir cientos y cientos de años. Y, un buen día, eso es lo único que tendrás que hacer, vivir, porque ellos te han regalado tiempo y, créeme, ese será el peor regalo que recibirás en tu vida.

Dio por terminada la conversación y comenzó a caminar con un paso rápido, dejándome sola en aquel lugar, rodeada de los siseos que escuché nada más llegar. Con la sensación de haber estado caminando todo un día por un laberinto en el que, al final, la salida no esconde ninguna respuesta, sino otros eternos pasillos intrincados e incómodos como los que ya he recorrido, pero por los que además, ahora, se extiende un suelo de dudas y temores que no existía antes, una sensación de falta de control que me abruma y me hace sentir lejana a mi misma, casi como una desconocida.

Entonces, comencé a caminar en dirección a mi vida cotidiana, a los lugares comunes, decidida a librarme de este laberinto de chatarra, siseos y recuerdos de la infancia más auténtica, pero antes, a los pies de una de las montañas de metales retorcidos y circuitos electrónicos, me agaché y dejé que mis dedos se hiciesen con un pequeño puñado de hilachas. Restos de descosidos que sostengo ahora en mi mano, mientras aguardo a que el día termine de fallecer en mi rincón, donde el suelo todavía es sucio. Hilachas que me recuerdan, en días como los de hoy en los que las horas caminan perezosas, las dudas que un gigante sembró, un día de cotidianidades rotas, sobre el significado de vivir, de vivir llorando o de morir con una sonrisa eterna.







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