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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

martes, 4 de diciembre de 2007

El espejo, y 2

En mi sueño el espejo se deshacía como un sólido que se licua, instantáneamente vencido por la suavidad de mi caricia, derrotado por el calor que regalaba con cada una de las huellas que marcaba sobre él. La sorpresa venció a la firmeza de mis piernas y me hizo recular asustada. Mientras tanto, el cristal parecía haber desaparecido y en su lugar se mostraba un paisaje, lúgubre y solitario, vacío de vegetación o construcciones; tan sólo un camino polvoriento cruzándolo de izquierda a derecha, rompiendo la serenidad de los ocres de la escena y el plomizo cielo. Clavé mis ojos en el lugar en el que antes se reflejaba mi rostro y me dejé atrapar por la asfixiante soledad del paisaje, hasta sentirme una actriz más dentro del lugar, como aquel grupo que ahora podía percibir a lo lejos, al final del camino, casi fundidos con el horizonte que mezclaba el gris del cielo, con el marrón polvo del sendero.

Sin dar ni un solo paso, caminé hasta acercarme a ellos, hasta tenerlos a mi lado. Escuché sus voces apagadas, recitando versos que no pude identificar pero que, rítmicamente, jugaron con mi consciencia. Me sentía fuera de lugar, una extraña en mi propio sueño, compartiendo un camino polvoriento con gentes desconocidas de rostros indescifrables, ajenos a cualquier gesto mínimamente reconocible por mí. No entendía sus rezos, podía percibir su dolor pero este no me empapaba, no comprendía el mensaje encerrado en sus ojos, ni lo que parecía ser miedo aterrando sus manos.
No me sentía cómoda en ese lugar, estaba inquieta y, decididamente, comenzaba a sentir como perdidos cada uno de los segundos que se fugaban mientras estaba allí, atrapada. Así que regresé, recorriendo el polvoriento camino, hasta lograr salir de aquello que una vez fue un espejo que reflejaba a una niña asustada.

En mi sueño, el frío se hizo presente, violento como pocas veces, justo cuando volví a ser consciente de mi cuerpo encerrado en aquella habitación de paredes lejanas, invisibles. Temblaba, sin una sola gota de calor bajo la piel, y comenzaba a sentir como la enorme y sombría mano de aquella sala, se empecinaba en buscar mi cuello para privarme de oxígeno y calarme de miedo, profundo y denso. Mi respiración aumentaba torpemente su ritmo, mis ojos se descubrían, más que nunca, perdidos entre aquella absurda batalla de unas pequeñas velas contra la inmensa oscuridad del cuarto. Todo era confuso, todo eran sombras. No había nada conocido allí, ya no estaba mi reflejo, ni tampoco el camino polvoriento, ni las gentes extrañas, ni siquiera el ocre tibio del paisaje, no había nada allí… nada… hasta que escuché su suspiro.

Profundo, perfecto, como el suspiro que alguien libera, tras años de angustiosa pena, al ver partir el último barco, de nombre libertad, desde la enrejada ventana de su celda. Me giré y tras de mí me topé con su rostro anciano, arrugado y seco como sus manos, áspero, aún sin haberlo tocado, como ásperos eran sus cabellos blancos. Me giré, en mi sueño, y me topé con sus ojos perdidos, con el dulce color verde que la luz de las velas creaba en sus pupilas, allí presente, y la densa capa de vello que formaba sus cejas y sus pestañas. Sí, allí estaban sus ojos y allí estaba el óvalo que los encerraba y las arrugas, firmemente trazadas en la piel, que los enmarcaban, sin embargo, ni rastro de su mirada, perdida, lejana, irremediablemente absorta en el espejo.

Me impactó la callada quietud de su rostro y deseé, profundamente, saber en que mares naufragaba su mirada. Cerré mis ojos y lo anhelé con vehemencia… una vez más, cuando abrí los párpados, el espejo se hizo líquido y complació mis deseos.

En mi sueño, el vidrio desapareció de nuevo y convirtió el marco de piedra en ventana a un nuevo mundo, en frontera. Aparecieron, de la nada, los grises propios de las noches de tormenta, para dibujar una escena de desolada ausencia. Ausencia de seres vivos, ausencia de luz y risa, ausencia de colores y formas, ausencia de espacio, de tierra, de techos estrellados. Ausencia de sonido y tacto, de calor y vida. No había nada allí, simplemente la sensación de estar al final de algo, no se el que, en el extremo de un universo, de un montoncito de arena que se ha ido deshaciendo mientras caía, irremediablemente, por el estrecho paso de un reloj. Quizá el extremo de una vida, de unos recuerdos. Sólo ausencia, la sensación de un fin y la acongojante presión que ejercía el miedo, denso como nunca lo había conocido. Un miedo que no se explica con palabras, que duele, que lastima. Un terror que no se filtra por los sentidos, sino que los destruye. Un miedo que me arrancaba la cordura, que hacía temblar mi mente. Miedo a dar un paso más, miedo a haber dado ya el último paso.

En mi sueño, volví a sentir la lluvia golpeando mis hombros… dulce como nunca la había sentido antes. Y el maravilloso frío húmedo del mundo real, caminando por mis huesos dormidos. Subí escaleras y recorrí las calles empedradas, bajo el aguacero, pensativa y desorientada. Caminé por el onírico mundo de aquella noche, dejando atrás los escalones que se hundían en el suelo, los pasillos decorados con rítmicas letanías y las salas de paredes inabarcables, huyendo del desconcierto que el espejo reflejó en mi mirada, de la sensación de sentirme una extraña, pero, sobre todo, huyendo del horror que contemplé cuando quise saber dónde morían sus ojos, cuando deseé conocer qué reflejaba el cristal, si eran las arrugas de su rostro las que se enfrentaban a él. Aquella noche, en mi sueño, caminé hasta olvidar, hasta… supongo… despertar y volver a ser niña ingenua, despreocupada, niña y no anciana.









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