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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

lunes, 19 de enero de 2009

Ravén, Lilián, Hamir, y 3

Hamir

La sombra de Hamir atravesaba, hace tan sólo unas pocas horas y con la mirada clavada en la huidiza espalda de su dueño, las calles de una ciudad que amenazaba ya por adormilarse y cerrar el telón del día, mientras ellos, Hamir y su sombra, protagonizaban una trepidante y descontrolada persecución.

Veloz, como el pestañeo automático y vertiginoso que salvaba sus pupilas de la arena suspendida en el atardecer, Hamir describía los senderos de callejuelas torcidas por entre el aroma de la fruta cansada del sol y sombra del día eterno; se perdía, zambulléndose en el agrio de las conversaciones que hacen balance de las horas vencidas y se quejan, apesadumbradas, de lo pegajosa y sucia que es la miseria; o serpenteaba, enloquecido, esquivando las pisadas de los que ya solamente buscaban una cena olvidada en el extremo del día, o aquellos otros que habían decidido fijar como rumbo el hogar, su calma y su efectivo consuelo.

Hace tan sólo unos minutos, los brazos se Hamir se dejaban morir, junto a una exhalación de su dueño, para caer rendidos sobre el alfeizar de una ventana y, a continuación, ceder acomodo a su cabeza de niño y sus pensamientos de infancia recién perdida. Al otro lado del vidrio, esqueletos metálicos y botas de goma resquebrajaban las calles. Rompían, con su paso marcial, el delicado equilibrio del grano de arena que vuela, atarantado, sobre el naranja del cielo orgulloso, hasta caer sobre mil granos más que un día volaron también para fundirse, así, en un perfecto mar en calma, áspero, sediento y, ahora, destrozado por el peso de maquinaria extranjera, por el sabor de salivas ajenas y el brusco pisar de calzados extraños.

Heart of an Orphan
Heart of and Orphan por Michael Mistretta


Sus pupilas, las de Hamir, unos pocos segundos antes de que el silencio llegase para tomar su garganta, reflejaban el zigzagueo que había herido la suave pendiente de las dunas, lejanas y tranquilas, enfrascadas en su continuo y suave danzar; y la soledad de los pasillos, vacíos ahora de hombres, que unían puestos de fruta abandonados y montones de mimbre que nadie pensaba ya en trabajar. La cotidiana muerte de un día más en la ciudad, esa noche destrozada por el ajetreo de los rostros sin nombre, sin historia en la que poder confiar. A un lado, el enorme temor de un niño minúsculo, al otro, el desafiante y maloliente caminar de cien hombres gigantes. Hamir dejó de pestañear, dejó de ver también, y, unos instantes después, decidió dejar de pensar. Se aferró a un único recuerdo sobreviviendo entre el caos de aquella noche; la reminiscencia de las yemas agrietadas de una mano jugando a crear calidez de la nada y entre sus cabellos. Peinando sus rizos con suave calor, y haciendo resbalar por su espalda, hasta las plantas de sus pies, la risa contenida que no quería dejar escapar. Hamir se refugió en su recuerdo, incluso cuando la puerta cedió y una voz de mujer, loca y cobarde, se deslizó en la habitación...









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