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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

miércoles, 4 de abril de 2007

Un puñado de hilachas, 3

Avancé, flanqueada por los montones de metales apilados, con la torpeza propia del que viaja, por primera vez, camino a su celda. Con los titubeantes pasos de alguien que se siente perdido, que deambula, lentamente, para no sentir el peso de la última oportunidad fugada. Yo avanzaba, sin pausa, y el tiempo lo hacía conmigo. Caminando, juntos y de la mano, sobre una senda estrecha e irregular que parecía arañada de entre la chatarra por una zarpa gigante, más temible y fuerte que la que usa el tiempo para rasgar la piel del planeta. Camino laberíntico, abierto entre los siseos metálicos, que murió del mismo modo que yo le vi nacer, depositando perfecta oscuridad en una puerta ciega y, al otro lado, más oscuridad todavía, más negro ante mis ojos, esta vez llenando una sala que parecía vacía. Paredes comprimiendo el ocaso, el vacío. Cuatro paredes y una minúscula puerta que se mostraron desnudas, repletas de silencio.

Yellow Eye!Cerré la puerta tras de mí y dejé que mi cuerpo se rindiese ante el hecho de haber encontrado un nuevo mundo, todavía más estéril que aquel que, horas atrás, me vio partir. El peso de mis huesos resbaló por la pared y permanecí sentada en el suelo, recibiendo en mi memoria los recuerdos de cómo había comenzado el día, del tritio huyendo desbocado, de la soledad angustiosa de las calles inútiles aquella mañana, los recuerdos del mundo oscurecido, de las compuertas cerradas, y sentí como se empezaba a apoderar de mi alma la sensación de que aquel era un día del que no podía escapar. Sin importar lo largo del camino, lo tortuoso o complicado del viaje, sin importar para nada el punto de partida y, por supuesto, el destino final. Un día en el que nos veríamos abocados a sentarnos, contemplar nuestra vida con la distancia otorgada por la rutina hecha pedazos y llorar cada uno de los años transcurridos hasta hoy, todos los momentos en los que nos movimos como robots, como seres metálicos, en los que vivimos por pura inercia, por auténtica rutina. Un día del que no podríamos escapar, quizá un día necesario para mantenerse vivo, una tregua en la masacre.

Hundí mi cabeza entre mis rodillas y, cuando la levanté de nuevo, todo había cambiado, o todo era igual, no lo se, pero mi mirada parecía vencer, ahora, a la oscuridad. Frente a mí, docenas de pares de ojos inyectados de un amarillo brillante clavaban su artificial pupila negra en mi rostro, inmóviles, creando un ligera brisa de luz cálida que se reflejaba en los esqueletos, similares a los que flanquearon mi camino hasta esta sala, que asomaban tras unas ropas desgastadas hasta casi desaparecer por completo. Tejidos formados por agujeros unidos entre sí por más tejidos deshilachados, por más esforzados trozos de hilo aferrándose los unos a los otros, casi vencidos, que otorgaban un aspecto terrorífico a las decenas de pares de ojos que no dejaron de observarme, sin pestañeos, sin gestos, mientras mi mirada los recorrió uno a uno.

Activé mi cuerpo y avancé, temblando de puro miedo, hacia algunos de ellos. No parecieron inmutarse, sencillamente continuaron desplazando su mirada para mantenerla sobre mis ojos. Apoyé ligeramente mis dedos sobre uno de sus esqueletos y su ropaje se deshizo entre mis dedos, convertido en hilachas vencidas para siempre que se desparramaron por el esqueleto metálico que un día cubrieron, y por la mano de aquella que venció su, ya exigua, resistencia. A escasos centímetros de uno de estos seres comencé a reconocer los trozos de metal e hilo que estaba tocando. No eran más que los juguetes de algún niño. Pequeños robots, mitad esqueleto metálico, mitad cubierta de suave tejido, con un pequeño cerebro electrónico y la sonrisa más permanente que un humano pueda contemplar en toda su vida. Los ojos amarillentos se volvieron ahora dulces ante mí, con esas mismas pupilas artificiales que no daban tregua a mi mirada, pero con la expresión afectuosa con la que, todos los niños alguna vez, compartimos horas de sueño y miedos, tardes de juegos o mañanas de soledad entretenida.

Acerqué mi cara todo lo que puede a uno de ellos. Quería recordar. Sentir todo aquello que te podían dar uno de estos pequeños. Fijé mi mirada todo lo que pude en uno de sus ojos y me perdí en el hipnótico amarillo de su mirada, cautivada como una pequeña niña con su nuevo juguete.

[...]







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