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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

viernes, 22 de junio de 2007

Pequeña historia de una búsqueda, y 4

Se acerca a la jaula, mediante un solo y enérgico paso, la detiene con sus manos repletas de sangre hirviente y clava sus ojos en el rostro del pequeño. Se produce un mínimo instante de calma en el cuarto, el silencio propio de una inspiración precediendo a un desenlace abrupto, y las llamaradas de miedo se desatan, sin remedio, desbocadas hasta el punto de ser ya, por siempre, incontrolables. Ante la mirada del viejo se muestran las evidencias de una gran batalla perdida. Las pruebas, resbalando por la piel del niño, bordando sus mejillas, de que ya no hay más tiempo para los dos, de que ya no quedan mentiras por narrar, ni cariño por fingir. Acerca sus dedos al rostro de él y las yemas le son devueltas humedecidas, el viejo cierra sus párpados con cólera y estrella su puño contra la pared, justo encima de cada una de las mil figuras, siempre iguales, rasgadas por el pequeño. Toma su cuerpo con violencia y lo arroja afuera de la jaula, cruzando la atmósfera incendiada de la habitación en un fatal vuelo, hasta fracturarse contra el marco que sostiene la puerta abierta.


El terrible sonido del metal vencido por los impactos, recorre la caravana de extremo a extremo mientras el anciano continúa golpeando con violencia el cuerpo del pequeño. En cada nueva embestida descarga un poco de la furia, almacenada en forma de despreciable miedo que guardaba en sus entrañas, y desahoga su alma gritando con esa voz, perdida todavía en el licor y la actuación de la noche pasada, la marea de porqués, entrecortados y absurdos, que le llevan a dar rienda suelta a su ira. Gira en una espiral de locura que le hace perder el control sobre su cuerpo, estrellando sus puños y sus pies contra las paredes y los muebles del hogar rodante, como una marioneta loca y malvada, destrozando un decorado de fina cartulina coloreada.


Poco a poco se vacía y se queda en nada, en un esqueleto cobarde y desnudo que respira con dificultad, sufriendo en cada nueva lastimosa inspiración. Se acerca a la puerta, la abre, y arroja al exterior el cuerpo del niño, fracturado, deformado y casi sin vida. Se gira deprisa, sin tiempo a ver la nube de polvo que surge del suelo al recibir el peso del pequeño, y cierra la puerta tras de sí, satisfecho por haberse desprendido de ese objeto inútil que sólo servía ya, para hacer su equipaje más pesado. Pocos minutos después desaparece, siguiendo el camino que más dificultades parece ofrecer, perdiéndose, rumbo a un horizonte desconocido, por entre las tortuosas sendas inexploradas.



Aquella mañana caminé, como de costumbre, por las rutas tantas veces recorridas, bordeando las esquinas tantas veces olvidadas. Caminé, hasta que mis pies se toparon con aquellos trozos de metal casi inertes. Al contemplarlos, destrozados, pensé en los juguetes rotos que con frecuencia abandoné a su suerte, cuando el olvido se interpuso entre ellos y yo misma. Me agaché para tocar lo que parecía haber sido el rostro de aquel pequeño robot y, tomándolo por la barbilla, giré su cabeza para poder contemplar sus ojos. Creo que no lo soñé, creo que puedo asegurar que sus mejillas todavía estaban húmedas, que aún se distinguía el surco, arañado sobre la piel artificial de su rostro, por el cual se habían desprendido, no hace mucho tiempo, las hileras de lágrimas huyendo de su mirada.

Ni tan siquiera traté de inventar alguna teoría que explicase el hecho de que un pequeño robot con aspecto de niño, pudiese haber llorado del mismo modo que lo podía hacer yo, tan solo me puse en pié y revisé los demás restos con atención. Entre ellos, apresada por los dedos de un diminuto y quebrado puño metálico, pude hallar una fotografía que todavía hoy conservo. La imagen de una chiquilla llorando desconsolada tras el marco de una ventana. La tomé, la introduje en uno de mis bolsillos y, caminando tranquila, dejé atrás los restos agonizantes de aquel pequeño robot con aspecto infantil que parecía haber sido capaz de encontrar la forma de llorar como lo hacen los humanos, como lo hacen las chiquillas asustadas a las que, una vez, encerraron entre los muros de una vieja fotografía.







miércoles, 13 de junio de 2007

Pequeña historia de una búsqueda, 3

Se consumió toda la oscuridad de la noche en unas pocas horas y, rozando el amanecer, comenzó la rutina a filtrarse por las callejuelas de la ciudad. Serpenteando por entre las grietas que recorren la superficie y el subsuelo del planeta como lo hace cada día, extendiéndose, serena, hasta alcanzar la esquina más olvidada de entre todos los rincones sin nombre.


Dentro de la caravana, un suave zumbido termina por oxidar un ambiente espeso y pesado, saturado de horas sin luz y expectante, impaciente, buscando ansioso una oportunidad para inspirar profundamente ante la necesidad de apoderarse de una pizca de nuevo oxígeno.

En la minúscula habitación todo es silencio. Los objetos allí apostados continúan en una perpetua calma y el pequeño ni siquiera respira. Sus ojos parecen haberse clavado en la pared que no hace mucho tiempo todavía tallaba con sus manos. Desde hace horas la recorre sin descanso, arriba y abajo, sin la ayuda de las yemas de los dedos, tan solo con la información que le brinda la visión de los relieves creados sobre la pintura. Como un explorador despistado que, por primera vez, pisa un tramo de su propia piel nunca antes visitado, el pequeño parece percatarse de que la pared es finita, de que cada vez que la araña también la está acariciando. Descubre que sus manos, mientras rasga con nuevos dibujos la pintura, descansan sobre trazos pasados y, después de años de heridas, se sorprende al comprobar que no hay más que una figura sobre la pared. Nada más que una, una mil veces dibujada, pero únicamente ella en cada rincón al alcance de sus dedos, aquella que, noche tras noche, parecía una recién llegada a su pequeño mundo de diminutos encerrados en cárceles de arañazos, resulta haber sido condenada, sin que su pequeño dios lo haya autorizado, a vivir como protagonista de mil historias diferentes.


En otra habitación, el cuerpo reactivado del viejo se pone en pié y camina por toda la caravana, moviéndose de un lado para el otro, sometido a la tiranía de la costumbre, a las acciones mecánicas de las mañanas desgastadas de tanto ser vividas. Da un paso y se hace seguir por una porción de estruendo, da otro más y el estruendo ya es completo, caminando a su lado, acompañándolo de un extremo al otro del pequeño hogar de hojalata. Sus manos, todavía hábiles, guían sus pasos de estantería en estantería, tomando un objeto aquí para, unos sonidos después, depositarlo en otro lugar, donde no le moleste, donde lo necesite. El viejo se mueve por toda la caravana, la recorre de adelante a atrás, la inspecciona con el rigor del que conoce todo lo que posee y, sin detenerse ni un solo segundo, prepara todo lo necesario para comenzar un nuevo viaje con rumbo todavía no definido, el que marque el primer camino retorcido y huérfano de viajeros que se presente y, como destino, el que la senda elija.


Tan solo una figura sobre la pared. Muchas veces llorando, otras muchas con el rostro tan retorcido que ni siquiera se distinguen las lágrimas. En ocasiones parece sollozar, y, en alguna escena, se percibe el miedo sacudiendo ese esqueleto construido por huesos de finos arañazos.

El pequeño se desvanece, completamente absorto en la pintura que todavía resiste y da forma y sentido a sus trazos. Los ojos perdidos, como se extravían las miradas en un espejo capaz de deformar la realidad cotidiana, y un extraño temblor parecen anticipar que algo está ocurriendo, que el amanecer no será uno más para olvidar. Cierra los párpados, para sentirse todavía más solo, y respira profundamente la atmósfera rancia de la caravana. Se vuelve aire reseco, se siente aliento danzando en una oscura habitación cerrada, fluye como la brisa, libre como la brisa.


El viejo descarga el peso de su cuerpo sobre su hombro y, desde este, a la puerta, la cual no duda y cede complaciente. Se detiene en seco, tarda un solo segundo en reaccionar, pero ese instante es suficiente para que la ira cabalgue a su encuentro y se pose en sus puños. Ante él, el raquítico cuarto repleto de objetos casi siempre inútiles y la pesada jaula, moviéndose, ahora liviana, con la facilidad propia de un péndulo enloquecido. Avanza unos pocos pasos, recoge los dedos hasta mostrar sus nudillos y da rienda suelta al miedo que viajaba con él, dolorosamente anclado a su espalda.


[...]







martes, 5 de junio de 2007

Pequeña historia de una búsqueda, 2

Como la ráfaga que se cuela por la exigua brecha de una herida sangrante sobre una pared de hormigón, el viento frío y seco del atardecer entró en la caravana con la violencia propia del que necesita abrirse paso, sacudiendo el polvo en forma de tedio de cada pequeño escondido rincón del hogar rodante. Trajo consigo las vestimentas de gala y los rostros de solemnidad, las apariencias, entrenadas durante años, con las que cubrirse durante toda la noche, mientras los focos, la música surgiendo del piano olvidado en la esquina del improvisado escenario, y los suspiros de emoción de aquellos, pequeños traidores, que osaban acuchillar a la rutina diaria con una pizca de afilada ilusión, revolvían la atmósfera de ese pequeño teatro ambulante.


Una decadente función consumiendo unas pocas horas, noche tras noche, convertidas en aplausos, en sollozos, y gritos de espanto y profunda sorpresa. Mientras el piano se estremece, dejándose la piel y las cuerdas en un último intento por crear la ilusión perfecta, la perfecta melodía sosteniendo la tensión de lo increíble, de lo fantástico, de la mentira volviéndose realidad. Tiempo sonámbulo deambulando por las afueras de una ciudad dormida, por entre los sueños interrumpidos de los que luchan por encontrar algo diferente a lo que aferrarse, rozando, con su pesado traqueteo, la piel del pequeño recluso, ahora liberado de su jaula de metal, que es obligado a jugar a parecer el más perfecto de entre los faquires, a mostrarse, una vez más, una noche más, como un ser extraordinario, inalcanzable. Un niño a quien el dolor parece haber bendecido con su olvido, mostrando su cuerpo herido con la calma del que nada siente mientras, allí donde se clavan sus ojos, el público retuerce los gestos a causa de la desagradable sorpresa que supone, imaginar el tormento corriendo bajo la piel atravesada por metales punzantes. Punto mayúsculo de un espectáculo itinerante que sólo existe durante unas pocas horas, justa cantidad de sorpresa para que sea asimilada por las entrañas, sin dar opción a que la razón o la conciencia entren en juego y, después, un segundo más tarde de la última cuchilla perforando su cuerpo, la luz se desvanece, simulando la caída de un telón, y el escenario se vacía, se desangra en el silencio tan propio de la rutina cotidiana y en el sonido de los pasos alejándose lentamente.



Jaula

"rusty cage" por alejandro_c


De vuelta a la oscuridad, todo era tan familiar como siempre. La vieja caravana se convirtió en la misma que era cuando llegó a la ciudad y cada objeto, como si nada hubiese ocurrido, volvía a estar en su posición. En la habitación contigua se escuchaba resbalar el licor sobre un vidrio hasta alcanzar una copa y lo que parecían ser unas manos jugando a golpear un manojo de llaves. Se escuchaba la respiración del viejo desplomado en su sillón y se percibía como la satisfacción lo invadía todo, se podía imaginar el olor, la luz, el tacto de la amargura, hecha carne y huesos, celebrando una efímera venganza, una ínfima victoria sobre la vida. Mientras tanto, el pequeño, devuelto a su cárcel de firmes barrotes, se balanceaba solo para torturar al silencio y rasgaba la pared con sus uñas, dibujando rostros deformes que lloraban desconsolados. Diminutos seres arañados a la desgastada pintura que, noche tras noche, lloraban y sufrían, temblando de angustia, de profundo miedo, al paso de los delicados dedos del pequeño recluso.

[...]









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