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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

miércoles, 31 de enero de 2007

Un puñado de hilachas, 1

Más allá de la cúpula que resguarda nuestras cabezas, hoy el sol ha desaparecido por completo, oculto por una espesa capa de nubes, densas y oscuras, que se han encargado de absorber cada uno de los rayos de luz que luchaban, con afán, por penetrar en el rincón más opaco del cielo de este día. Hoy me he despertado por la rutina y no por la claridad de la mañana. Mis pupilas, resguardadas tras mis párpados durante horas, han disfrutado del más apacible desadormecer que pueden recordar, y cada una de las horas del día, han transcurrido con el ritmo propio de las noches y no el de las infinitas jornadas de luz, con esa suave sensación de que los minutos encuentran acomodo en la pereza, en un caminar lento y pausado, indolente como pocas veces.

Entre la tenue luz artificial del planeta, nos hemos ido moviendo como de costumbre, ocupando nuestro lugar en el gran engranaje, alcanzando nuestros destinos a tiempo y derrochando, a cada hora, nuestra correspondiente parte de energía. Todo ha sido como siempre, pero sin luz esta vez, todo ha seguido funcionando, al ritmo preciso, con la exactitud adecuada, porque nuestro mundo no se detiene desde hace décadas. Todo fluye día y noche, ininterrumpidamente. Cada acción encaja con exquisita puntualidad, todo es perfecto, tanto si hay luz como si esta nos es negada, una exactitud que hace muchos años, cuando yo todavía desconocía el noventa por ciento de los nombre propios que ahora puedo recitar, se rompió en una mañana cálida y luminosa, convertida, en un segundo, en un infierno oscuro y frío por el que deambulaba, sin norte, un pequeño pedazo del olvido que recubre algunos rincones de este mundo, despistado o huérfano, no lo se, pero justo al alcance de mi pequeña mano.

Hacía poco tiempo que el sol había logrado resquebrajar la densa capa de noche oscura apoderándose vehementemente de cada rincón. Mientras todavía se encontraba en su particular pulso de cada mañana, en el sector más oriental de la ciudad, una pequeña fisura se convirtió en una enorme explosión de gas huyendo en manada de su enorme cárcel de hormigón. Uno de los gigantescos depósitos de tritio quedó reducido a escombros en unas décimas de segundo y, tras la explosión, a sus pies se extendió un manto de llamas que saltaban de una estructura a la adyacente, filtrándose por cualquier exiguo resquicio, captando todo el calor imaginable para fundir hasta la más insignificante forma de vida y licuar cada minúsculo tramo de metal.

El tritio y su escaso peligro, no tardaron en encontrar aliados con los que romper los grilletes y reclamar para sí el control absoluto del planeta, hambrientos por los años de vida contenida en lo que parecía un infranqueable depósito de hormigón. Cada segundo en libertad era suficiente para recorrer kilómetros de su nuevo hogar y un poco menos de vida para el fuego producto de la explosión, que no tardó en ser acorralado para, más tarde, ser vencido. Pero las hordas de gas cabalgaron decididas a tomar como suyas cada una de las esquinas, llegando tanto al norte como al sur de la urbe, conquistando occidente sin perder su reino en el sector más oriental de la ciudad.

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martes, 16 de enero de 2007

Cien años, y 2

Desposeída de la sensibilidad que hace no mucho todavía servía como caparazón para tu cuerpo, fundida con la humedad que deambula sonámbula entre los olmos seducidos por la orilla del lago, con tan sólo cuatro sentidos para atar tus pies a la tierra, entre la noche cegada por niebla y frío, sientes la presencia de los que están cerca de ti, de los que han caminado unos cientos de metros, como tú, de los que han oído las historias que se cuentan donde a la luz tan solo le importa la bebida emborrachando las copas. Percibes que no eres la única bordeando ese abismo de agua helada, y sin embargo, ante ti no hay más que una certeza, la incuestionable verdad de que el lago ha sabido encontrar una orilla sólo para humedecer tus pies, y los de nadie más.

Y no tarda en acercarse el anciano en su embarcación, un esqueleto cruzando el lago en la noche, un ser rabioso y convencido de que sólo se puede existir, si a la vida tan sólo le permites contemplar tu espalda. Clava su remo en el fondo e impulsa el bote hacia ti, mientras escupe, entre murmullos, todo el odio que le provoca una silueta rompiendo el perfecto equilibrio de árboles desnudos, niebla espesa y húmeda oscuridad.

Como un Caronte, arrancado de Aquerón para dejarlo caer en el mundo de los vivos, te ofrece su guía para conducirte a ese inframundo, a ese infierno que debe aguardar tras el lastimoso pasillo que la embarcación ha trazado sobre la mágica capa de agua helada. Y sin remedio, no tardas en ser su nueva pasajera, adiós a lo que quedaba de tus sentidos como óbolo por el viaje y, a cambio, la inestable madera bajo tus pies y una proa que apunta a la austera espesura de la nada.

Comienza el viaje, lento y pausado, en un mundo lejano a la tiranía del tiempo, entre los gritos atormentados del viejo, aullidos y voces que no escuchas pero que sientes punzantes en tu cabeza. Mientras avanzas, el hielo se deshace a tu paso y el agua se congela tras de ti, y en las orillas, entre los árboles, algunas figuras aguardan inmóviles su turno para cruzar el lago, eternas almas vagando perdidas en la niebla, gastando los años allí donde las horas todavía reinan, quemando cien años o más, sólo para mantener caliente su cuerpo mientras aguardan la bondad de un viejo barquero cansado de viajar.

Se termina el trayecto y la madera se incrusta en la tierra reblandecida del otro extremo del lago. La embarcación se aleja, y, desposeída de tus sentidos, saboreas en pie la dulce sensación de estar donde nadie nunca antes ha estado, completamente sola en tu propio infierno. Das unos pasos y hallas un sendero eterno y virgen. Caes rendida ante él y lo recorres, sin remedio, hasta llegar a una pequeña plaza, hecha a base de enormes piedras en ruinas. Un minúsculo oasis de roca entre la densa vegetación, flanqueada por columnas que no sustentan nada, erguidas como los barrotes de la más común de las celdas y en el medio, entre arbustos luchando por crecer unos milímetros sobre el suelo, sientes aparecer ante ti docenas de estatuas, unas inacabadas, otras mutiladas; viejas representaciones de hombres y mujeres ya olvidadas por su creador, pero a las que puedes, una por una, otorgar un nombre propio. Te sientas sobre una enorme roca, anciana y terriblemente arañada por el tiempo, y dejas pasar las horas, dejas caminar al tiempo.

Más allá del extremo sur de la ciudad hay un lago helado, una niebla espesa y un cadáver que rema y guía una embarcación desde la vida hasta donde tus pesadillas te lleven. Más allá del extremo sur de la ciudad, hay una plaza de viejos conocidos, de viejos amigos, de mutiladas estatuas de sal. Más allá del extremo sur de la ciudad hay un rincón en el que muchas nos perdemos durante horas, conversando con aquellos que sólo viven en el pasado. Más allá, mucho más allá del extremo sur de la ciudad, hay hombres y mujeres que aguardan durante años, centenas de años, para poder conocer su personal infierno de figuras, de viejas conocidas estatuas de sal. Y muchos queman las horas simplemente esperando y otros, otras como yo, nos perdemos en infiernos cuando solamente buscábamos huir de la vida, y gastamos cien años en conversar con fantasmas de sal, con mudos fantasmas salados.







martes, 9 de enero de 2007

Cien años, 1

Los edificios en el centro de la ciudad son enormes conglomerados de cubos hechos de acero y hormigón. Paredes que se elevan sin fin desde mis pies hasta donde no alcanzo a distinguir. Son una violenta mezcla de materiales que penetran unos en otros, encajando perfectos, sin provocar ni la más mínima fisura, sin dar oportunidad al aire, contaminado de humanos y máquinas, que se estrella continuamente contra ellos. El centro de la ciudad no es más que un suelo metálico rodeado de enormes cubos hechos de otros cubos más pequeños. Edificios absolutamente opacos e impermeables, silenciosos y estáticos. En las esquinas del centro de la ciudad hay escalones que se hunden en el acero del suelo, que descienden a un nivel más ruidoso. Escaleras que conducen a las raíces de los cubos de acero y hormigón, a la altura en la que han enterrado las bocas de los edificios, único punto por el que poder salir del mundo para entrar en ellos, tan perpetuamente aislados de la superficie del planeta que sus entradas sólo se muestran tras largos pasillos estrechos y enanos. En los laberintos que cruzan las entrañas del centro de la ciudad, habitan los seres que caminan decididos hacia un destino bien conocido y también aquellos que vagan sin rumbo o que han sido expulsados de algún lugar olvidado. Por entre las raíces de los cubos, fluimos una marea de gente, absurdos transeúntes de un laberinto del que hace mucho tiempo se nos ha revelado el camino de salida, avanzando como un torrente sanguíneo que nutre, acondiciona y en ocasiones destruye la vida en forma de acero y hormigón que crece sobre nuestras cabezas.

Los pasos sobre el suelo metálico son tan iguales y monótonos que todos hemos aprendido, aún sin quererlo, a despreciar su sonido y mientras caminamos, los susurros se vuelven como alaridos y las conversaciones más silenciosas parecen bruscas aldabadas en nuestros oídos. Es sencillo, si prestas cierta atención, empaparte de la locura que ya anticipaban los ojos de muchos de los transeúntes, o de la ira que supura la piel de otros tantos, es realmente un juego de niños el poder rescatar de la rutina diaria, las aventuras que algunos confiesan y otros inventan, y entre todas las historias, siempre una que se repite, que viene y va por las arterias del subsuelo, a la velocidad endiablada que alcanzan en este mundo las leyendas de tierra y agua, las viejas historias de fuego y viento, arropando a una noche cualquiera.

Cuentan, sin saber que lo hacen, los viajeros de mi mundo de paredes y techos metálicos que desde el extremo sur de la ciudad, enfocando tus pasos hacia el grupo de montañas que parece poner límite al infinito del paisaje, lejos ya del último gran bloque de hormigón y acero, caminando sin detenerte ni desviar tu marcha, siempre hacia el sur, completamente recto, tras unos cientos de metros, existe un lugar al que nadie ha otorgado un nombre propio lo suficientemente respetable como para ser identificado por él, pero que será justo el rincón del mundo del que oirás hablar en los extremos de las barras de cada taberna de la ciudad. Allí donde la luz se enfoca en los vasos, casi siempre a la espera de un nuevo trago, y los rostros tratan de no ser reconocidos entre las sombras, sutilmente mezclado entre las conversaciones, los silencios y el licor calmando los rasguños de las gargantas, escucharás hablar de un lago, lugar despoblado de hombres pero en el que todos los que allí se reúnen para no ver sus caras, han naufragado alguna vez.

Desde el extremo sur de la ciudad, si caminas unos cientos de metros, si logras no perderte en el trayecto o no encontrar un destino mejor, si avanzas lo suficiente como para que la última luz a tu espalda se convierta ahora, en el último foco rendido a la noche, verás ante ti una masa de agua, absolutamente helada si pudieses tocarla, cubriendo un suelo que alguna vez fue seco, y en la orilla, abrazando toda tu piel, neutralizando tu sentido del tacto, una densa niebla que alguien una vez olvidó disipar, y que ahora teje el espacio que separa un árbol de su hermano. Sorprendente aparición en medio de la noche que te absorbe y te libera, sólo cuando el agua roza ya tus pies

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