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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

jueves, 19 de abril de 2007

Miedo... a no saber soñar

La pequeña ventana, escamoteada en las paredes del cuarto, mostraba un mínimo pedazo de la perpetua noche estrellada que amordazaba al planeta. Inmóvil, a unos pocos miles de kilómetros, flotaba, en la nada, el pequeño satélite que noche tras noche despreciaba, con su absoluta indiferencia, el honor de poder contemplar el todo sin esfuerzo, ofreciendo su castigada espalda a todos aquellos que a esa hora, todavía no lograban dormir.


Entre los puntos de tintineante luz blanca esparcidos por el trozo del vacío encerrado en la pequeña ventana, se iluminaban minúsculos rastros de humanos en continuo movimiento, como una suave banda sonora de colores fundiéndose en el negro, tan sólo un segundo después de haber estallado en la noche. Hipnótico danzar de color, oscuridad e ínfimas motas de un blanco perfecto.


Odeim esperaba, pacientemente tumbado sobre una cama desnuda, a que su mente regresase del lugar en donde se disfraza de héroe o de santo, de doncella o caballero, del lugar, cien fantasías más allá del cristal, en el que todavía juega a ser monstruo en la noche o criminal por el día. Y su mente regresó, sus ojos se activaron, tan sólo un segundo después de que el peso del cuerpo de ella hiciese estremecer la cama.


Un pequeño escalofrío recorriendo el colchón de extremo a extremo y su aroma ya estaba allí para inundarlo todo. Odeim sonrió, en silencio y calma absoluta, justo antes de que suaves susurros acariciasen sus sentidos. Sueña conmigo... imagina la noche sin luna y el planeta vagando libre por entre el vacío... ¿hacia dónde?... ¡no importa!... imagina al tiempo derrotado por el dulce sinsentido de un mundo a la deriva... imagina que todo es arena y tú y yo somos viento... somos brisa salada... imagina que la vida se desmorona y comienza un viaje sin retorno ni destino... imagina que te abrazo para no sentirme sola... imagina que no hay luna, que el planeta vaga libre por entre la nada, sin tiempo ni prisas, sin destino... imagina un sinsentido... sueña conmigo.


Las caderas de ella encontraron acomodo en las de él y la piel de su pecho se acercó hasta, suavemente, arañar la espalda de Odeim. La palma de una mano buscando una muñeca que acariciar y los muslos tiritando de frío en busca de la piel del otro, donde descansar; donde asesinar el invierno y la noche. Donde cerrar la frontera al tiempo, a la vida. Donde contar latidos, donde soñar.







lunes, 16 de abril de 2007

Soledad:


Las calles de la ciudad perecen, asfixiadas por el incontrolable tránsito de hombres y mujeres, sus sonrisas despreocupadas y sus miradas imperturbables. En el ambiente, sembrado por una noche oscura, se funden aromas de diversión y la suave melodía de un blues que huye de las alcantarillas y los callejones, para sortear nuestros pies, a ras de suelo, y filtrarse con las ropas, piel arriba, hasta emborrachar nuestras cabezas.


Lonely nights in Sopot
"lonely nights in Sopot" por j_photo


El cielo postizo de cada noche, se disfraza hoy de luz y surrealismo. Se empapa del licor evaporándose de las copas rotas. Se descubre a sí mismo, reflejado en el suelo húmedo y sucio de las calles, y se sonroja al sentirse desnudo en sus ropas de formas infantiles y colores vivos.

Permanezco sentada, con mi espalda reposando en una pared de hormigón. Las piernas dobladas me ofrecen mis huesudas rodillas como almohada que recoja el peso de mi cabeza. Cedo al sopor que me producen las horas vencidas y expolio las últimas reservas de energía, para abrazar mis muslos, acurrucada, serena, ebria de un blues melancólico y suicida.

La soledad, acumulada durante años, bloqueaba la puerta, dividía la casa. Unas cuantas embestidas con el hombro después, el pasillo se mostraba desnudo y artrósico, viejo y austero como siempre, pero mucho más consumido, gastado por una oscuridad permanente, aliada del polvo y el hedor. Los pasos hacían crujir el suelo, quejumbroso como el enfermo vacío de fuerzas para moverse en su lecho, y las sombras caminaban, débiles, siempre unos centímetros por delante. En el extremo del pasillo, la nada. Un pequeño cuarto, su cama y tu cuerpo primero. Después, la cama, tu cuerpo inerte y las paredes bordadas de ese profundo color rojo.

La soledad reflejada en el papel vetusto, náufrago en la tiranía del mar de los años, como relieves de color rojo intenso y pliegues por allí por donde pasaron tus dedos, para hacer resbalar el carmesí sobre las paredes desnudas. La habitación decorada por rostros sonrientes. Caras dulces, amigables, trazadas con pulso firme y delicadeza, sobre los muros que delimitaban el espacio. En el centro del cuarto, metros de herrumbre formaban la cama y, la muerte sobre tu cuerpo, contemplaba, saboreaba, los cien últimos amigos, de color rojo intenso, que llegaron a tiempo para despedirse, para recordarte. Las puertas se cerraron de nuevo y allí te quedaste, yaciendo desnudo, rodeado de amigos, con un pequeño charco de sangre seca bajo una de tus muñecas, acompañado o solitario, no lo se.

Comienza a llover. Lluvia sutil que no duda en empapar, lentamente, mis cabellos. Dudo si sueño, pues siempre creí vivir bajo una cúpula de transparente cristal, quizás no vivo, tan sólo duermo. No lo se, no me importa. Creo que estoy pensando en ti, creo que te echo de menos. Me mojo, y el color que cubría mi rostro, que dibujaba una carcajada en mi piel, se deshace y va a parar a la suciedad de las calles, a la pendiente de las aceras, a la música surgiendo de las alcantarillas. Que no se detenga este blues, que continúe sonando toda la noche. Todavía estoy serena, rezo para que la música llegue y me rescate, llegue y me lleve con ella, al lugar donde los rostros sonrientes, grabados una pared, tengan sentido, besen y acaricien. Que continué la noche, la fiesta en las calles y la música mezclándolo todo.







miércoles, 11 de abril de 2007

Miedo... a ser dovorada

Odeim camina y, cada paso dado, es más frágil que el anterior. Su mirada ya no se muestra dócil y parece pertenecer más al horizonte que a sus deseos. Odeim se adentra en el bosque de retorcidos árboles desnudos, telaraña flexible que acoge su cuerpo con delicadeza y se cierra tras su espalda, abrazando el calor que sobrevive unos instantes, detrás de su cuerpo en movimiento.


Odeim se pierde en la espesura de troncos fuertes y ramas afiladas. Sus pies se enredan con arbustos y maleza de fino alambre de espino. Sus tobillos sangran y manchan el suelo. Odeim se vacía en el bosque, se deshace en dolor punzante, pero nunca se detiene. Odeim reza en silencio, se convence de que encontrará un camino, de que dará un nuevo paso. Encontraré un camino, espérame, encontraré una salida.


Odeim yace en el suelo. Su cuello es delineado por agudas hojas metálicas. Los ojos anegados de lágrimas son incapaces de ver el cielo reinando sobre las ramas más lejanas, inalcanzables, casi eternas. Los arbustos metálicos se cierran sobre su cuerpo, lo oprimen, le engullen. Odeim reza en silencio, se convence de que hallará un camino, una salida. Encontraré un camino, espérame.


El bosque descansa tranquilo, susurrando, de árbol en árbol, el gesto de terror que reflejaba su cara al final y jactándose de la ridícula voz que huía de la muerte, como una rata asustada, cuando todo empezaba a ser paz de nuevo, a ser olvido. Espérame, por favor, espérame. Y el cielo se hizo azul y la hierba se volvió a mecer con el viento. Un par de zapatos descansan a los pies de un tronco anciano y hueco, olvidados allí, sin nadie que los reclame. La brisa penetra en el bosque, desbocada, para llevarse el poco calor que resiste flotando, temblando como un latido en el ambiente. Llega la luz, se abre paso y todo se va, nada queda.







lunes, 9 de abril de 2007

Un puñado de hilachas, y 4

La tenue luz escapando del profundo amarillo de la mirada de los pequeños robots, inundaba la sala que parecía haber permanecido solitaria hasta hace unos instantes. Mis dedos fueron recorriendo las formas de uno de aquellos pequeños juguetes, repasando cada suave curva, revisando cada minúsculo orificio. Deslizándose por el esqueleto metálico, todavía en buen estado, hasta llegar a uno de los costados, en el que me topé con una pequeña placa metálica. Una fugaz sonrisa se apoderó de mi rostro y mi memoria fue asaltada por una oleada de recuerdos locos, de sensaciones descontroladas. Me acerqué lo necesario y leí la inscripción. Un nombre propio, un número y una fecha, y lo mismo hallaría si rebuscase en los costados de cada uno de los robots, allí donde siempre se ha estampado el nombre de aquel que disfrutaría de la eterna sonrisa del juguete y la fecha a partir de la cual compartirían horas y horas. En un pequeño trozo de metal, un grabado eterno recuerda el primer día de la vida del muñeco y la razón por la que debe sonreír.

Una extraña sensación comenzaba a acechar mi mente, recuerdos de la infancia golpeaban mi memoria sin orden, rescatando imágenes de hechos que parecían olvidados y los ojos, de un amarillo brillante, de aquel pequeño juguete que un día se despertó junto a mi cama, mostrándome por primera vez su gigantesca sonrisa, me preguntaban cómo y dónde dejamos de ser compañeros… y no supe contestar a su pregunta, no hallé rincón en mi memoria que hablase de despedidas, ni de últimos abrazos.

Todavía trataba de recomponer el último puzzle no resuelto de mi niñez cuando la puerta se abrió con un estruendo que anticipaba el monstruo que no tardaría en cruzar el dintel. Los ojos de los robots se cegaron y me pareció escuchar como sus esqueletos metálicos tintineaban, junto a mis huesos, sacudidos por un miedo atroz. A través de la puerta se asomó la cabeza de un hombre que caminaba agachado y que pareció tocar el techo de la habitación cuando se irguió y exhibió ante mi cuerpo, derribado por el temor, y ante los pequeños y asustados juguetes, lo que me parecían cientos de metros de envergadura.

En uno de sus hombros descansaba una pequeña luz, casi apagada, incapaz de ni siquiera iluminar toda la habitación, pero hábil a la hora de proyectar sórdidas sombras. Avanzó un paso, me miró fijamente pero permaneció en silencio. Durante un segundo se quedó completamente inmóvil y, a continuación, tomó, con una de sus enormes manos, un puñado de robots. Se giró parsimonioso y, agachando su gigantesco tronco, salió de la habitación. De inmediato me puse en pié, impulsada por una rabia que lograba vencer al temor, y salí tras él. Agarré uno de sus brazos y le grité furiosa que se detuviese, que me dijese qué pensaba hacer con aquellos pequeños. Se frenó, sin duda no por mis esfuerzos sino por su propia voluntad, me miró y me contestó que el destino de ellos era pasar a formar parte de los montones de chatarra que, con seguridad, yo habría tenido que recorrer para llegar hasta allí. Sus palabras relataron con absoluta calma los pasos necesarios para romper, doblar o deformar sus esqueletos hasta que abandonasen por completo su actual forma, prensados hasta ser reducidos a metales inertes.

Mi rostro mostraba la estupefacción que me poseía en esos instantes, sorprendida por la macabra confesión, aturdida mientras me imaginaba las eternas sonrisas deformadas por las manos del gigante y él pareció percibirlo. Detuvo su relato y me preguntó:

¿Acaso te sientes más afortunada que ellos?, -acompañando la pregunta con un gesto que mostraba las sonrientes cabezas que sostenía en su mano-.

¿No debería?

No lo creo -contestó-, ¿qué edad tienes?

Contesté a su pregunta, la cual me hizo me sentir como una minúscula y estúpida insignificancia, y él continuó su argumentación:

¿Lo ves?, todavía eres una niña pero ya has vivido cientos de años. Has visto muchas cosas, es cierto, y has ganado muchas veces –su voz sonaba cada vez más y más profunda-, también has perdido infinitas batallas durante estos años, quizás más de las que una niña debería poder soportar, sin embargo -sus ojos se cerraron y un suspiro precedió a su voz-, ni siquiera has comenzado a vivir, si la vida puede medirse en tiempo. Ni siquiera has comenzado…

Parecía sentirse especialmente incómodo en ese momento y su malestar se filtraba hasta mis huesos en forma de un extraño temblor.

Nos otorgan años y años –continuó-, eliminan enfermedades, alargan la vida hasta límites increíbles, toman tus huesos y tu carne y crean para ellos un mundo casi eterno, en el que puedes perderte, en el que puedes olvidar cuando has nacido. Te hacen ser niña con cien años y alejan la vejez tanto que parece nunca llegar. Pero –su rostro se desencajó en una horrorosa mueca-, sencillo es otorgar tiempo, no enseñar a vivirlo y, al final, tu cuerpo es joven con cien años, como el de una niña, pero tú eres una anciana enjaulada en una maquinaria perfecta. Cansada de perder batallas y con un horizonte plagado de derrotas ante ti.

Mi mirada no se había apartado ni un segundo de los rostros apagados de los robots, como aferrándose a lo único conocido de aquella situación, a lo único que no me desconcertaba.

Ellos –señalando a los pequeños juguetes-, nacen entre los brazos de un niño y viven mientras el amor entre ambos dura. Cuando el niño se cansa de su juguete, vienen a parar aquí. Podríamos asignarles otros nombres propios, crear un fracaso en sus memorias y obligarles a volver a empezar, y así hasta la eternidad, perdiendo, para siempre, la misma batalla una y otra vez –clavó su mirada nuevamente en mis ojos e hipnotizó mi mirada-. Pero eso sería cruel, muy cruel –sus palabras resonaban ahora en mi cabeza-. Preferimos otorgarles la muerte cuando es lo único que desean y no obligarles a continuar caminando, como un esclavo de su propio esqueleto metálico, como un ser sometido a la perfección física del material en el que ha sido gestado.

Pero –las palabras parecían no querer salir de mi garganta y, cuando lo hacían, iban acompañadas por un notorio tartamudeo-, yo, yo me siento viva. Nunca me he sentido de otro modo.

¿Y qué pasará cuando no sea así? Entonces aprenderás que ninguno de nosotros estamos preparados para vivir cientos y cientos de años. Y, un buen día, eso es lo único que tendrás que hacer, vivir, porque ellos te han regalado tiempo y, créeme, ese será el peor regalo que recibirás en tu vida.

Dio por terminada la conversación y comenzó a caminar con un paso rápido, dejándome sola en aquel lugar, rodeada de los siseos que escuché nada más llegar. Con la sensación de haber estado caminando todo un día por un laberinto en el que, al final, la salida no esconde ninguna respuesta, sino otros eternos pasillos intrincados e incómodos como los que ya he recorrido, pero por los que además, ahora, se extiende un suelo de dudas y temores que no existía antes, una sensación de falta de control que me abruma y me hace sentir lejana a mi misma, casi como una desconocida.

Entonces, comencé a caminar en dirección a mi vida cotidiana, a los lugares comunes, decidida a librarme de este laberinto de chatarra, siseos y recuerdos de la infancia más auténtica, pero antes, a los pies de una de las montañas de metales retorcidos y circuitos electrónicos, me agaché y dejé que mis dedos se hiciesen con un pequeño puñado de hilachas. Restos de descosidos que sostengo ahora en mi mano, mientras aguardo a que el día termine de fallecer en mi rincón, donde el suelo todavía es sucio. Hilachas que me recuerdan, en días como los de hoy en los que las horas caminan perezosas, las dudas que un gigante sembró, un día de cotidianidades rotas, sobre el significado de vivir, de vivir llorando o de morir con una sonrisa eterna.







miércoles, 4 de abril de 2007

Un puñado de hilachas, 3

Avancé, flanqueada por los montones de metales apilados, con la torpeza propia del que viaja, por primera vez, camino a su celda. Con los titubeantes pasos de alguien que se siente perdido, que deambula, lentamente, para no sentir el peso de la última oportunidad fugada. Yo avanzaba, sin pausa, y el tiempo lo hacía conmigo. Caminando, juntos y de la mano, sobre una senda estrecha e irregular que parecía arañada de entre la chatarra por una zarpa gigante, más temible y fuerte que la que usa el tiempo para rasgar la piel del planeta. Camino laberíntico, abierto entre los siseos metálicos, que murió del mismo modo que yo le vi nacer, depositando perfecta oscuridad en una puerta ciega y, al otro lado, más oscuridad todavía, más negro ante mis ojos, esta vez llenando una sala que parecía vacía. Paredes comprimiendo el ocaso, el vacío. Cuatro paredes y una minúscula puerta que se mostraron desnudas, repletas de silencio.

Yellow Eye!Cerré la puerta tras de mí y dejé que mi cuerpo se rindiese ante el hecho de haber encontrado un nuevo mundo, todavía más estéril que aquel que, horas atrás, me vio partir. El peso de mis huesos resbaló por la pared y permanecí sentada en el suelo, recibiendo en mi memoria los recuerdos de cómo había comenzado el día, del tritio huyendo desbocado, de la soledad angustiosa de las calles inútiles aquella mañana, los recuerdos del mundo oscurecido, de las compuertas cerradas, y sentí como se empezaba a apoderar de mi alma la sensación de que aquel era un día del que no podía escapar. Sin importar lo largo del camino, lo tortuoso o complicado del viaje, sin importar para nada el punto de partida y, por supuesto, el destino final. Un día en el que nos veríamos abocados a sentarnos, contemplar nuestra vida con la distancia otorgada por la rutina hecha pedazos y llorar cada uno de los años transcurridos hasta hoy, todos los momentos en los que nos movimos como robots, como seres metálicos, en los que vivimos por pura inercia, por auténtica rutina. Un día del que no podríamos escapar, quizá un día necesario para mantenerse vivo, una tregua en la masacre.

Hundí mi cabeza entre mis rodillas y, cuando la levanté de nuevo, todo había cambiado, o todo era igual, no lo se, pero mi mirada parecía vencer, ahora, a la oscuridad. Frente a mí, docenas de pares de ojos inyectados de un amarillo brillante clavaban su artificial pupila negra en mi rostro, inmóviles, creando un ligera brisa de luz cálida que se reflejaba en los esqueletos, similares a los que flanquearon mi camino hasta esta sala, que asomaban tras unas ropas desgastadas hasta casi desaparecer por completo. Tejidos formados por agujeros unidos entre sí por más tejidos deshilachados, por más esforzados trozos de hilo aferrándose los unos a los otros, casi vencidos, que otorgaban un aspecto terrorífico a las decenas de pares de ojos que no dejaron de observarme, sin pestañeos, sin gestos, mientras mi mirada los recorrió uno a uno.

Activé mi cuerpo y avancé, temblando de puro miedo, hacia algunos de ellos. No parecieron inmutarse, sencillamente continuaron desplazando su mirada para mantenerla sobre mis ojos. Apoyé ligeramente mis dedos sobre uno de sus esqueletos y su ropaje se deshizo entre mis dedos, convertido en hilachas vencidas para siempre que se desparramaron por el esqueleto metálico que un día cubrieron, y por la mano de aquella que venció su, ya exigua, resistencia. A escasos centímetros de uno de estos seres comencé a reconocer los trozos de metal e hilo que estaba tocando. No eran más que los juguetes de algún niño. Pequeños robots, mitad esqueleto metálico, mitad cubierta de suave tejido, con un pequeño cerebro electrónico y la sonrisa más permanente que un humano pueda contemplar en toda su vida. Los ojos amarillentos se volvieron ahora dulces ante mí, con esas mismas pupilas artificiales que no daban tregua a mi mirada, pero con la expresión afectuosa con la que, todos los niños alguna vez, compartimos horas de sueño y miedos, tardes de juegos o mañanas de soledad entretenida.

Acerqué mi cara todo lo que puede a uno de ellos. Quería recordar. Sentir todo aquello que te podían dar uno de estos pequeños. Fijé mi mirada todo lo que pude en uno de sus ojos y me perdí en el hipnótico amarillo de su mirada, cautivada como una pequeña niña con su nuevo juguete.

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