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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

martes, 27 de mayo de 2008

Ravén, Lilián, Hamir, 1

Ravén

Ravén siente como su respiración reina sobre todos los sonidos de la sala. Ligeramente entrecortada, hace minutos que no es capaz de hallar un ritmo constante que le permita rescatar a sus pulmones del ambiente, cada vez más viciado, de la habitación.
Ravén ha decidido dejar de temblar hace ya dos horas, o veinte, no lo recuerda. Sabe que ha ordenado a sus músculos buscar el reposo que debería otorgar la costumbre, pero alguien, en algún momento, ha decidido desoír la orden y su cuerpo se mueve como un punto de luz centelleante, incontrolable tensión recorriendo el subsuelo de su dermis.

Entre la exigua luz del denso ahora que le envuelve, trata de olvidar el sonido de las puertas cerrándose tras él, marcando el inicio de todas y cada una las noches solitarias de los últimos años. Intenta librar a sus sentidos de la reminiscencia, áspera y mugrienta, que todavía persiste anclada a su oído, a su piel erizada. Aquella que salpica su paladar con el gusto de la textura del óxido que recubría los metales mientras estos se deslizaban, uno sobre el otro, óxido sobre óxido, chirriando, desgarrándose hasta quedar completamente firmes, unidos, seguros tras él; separando su sueño atormentado, de las ganas de no dormir de aquellos otros que luchan, obsesivos, por sobrevivir, por no ser vencidos... ni por la luz en plena huida.
Trata de olvidar, ahora Ravén, las puertas encerrando la soledad dentro de aquel minúsculo habitáculo, sólo él y la profunda sensación de no ser nada, de no tener nada. Trata de olvidar, Ravén, y fracasa, del mismo modo que perdió las mil primeras batallas por conciliar un sueño esquivo.

Yota's eye

Yota's eye por LuisDS


Se sienta, ahora ya libre, buscando calma y sosiego, y deja que su piel, la de ella, recorra su rostro. Deja que sus ojos, los de ella, se claven en cada una de las señales de la dureza de los días pasados, de los años azotando sus gestos, sus pensamientos, sus recuerdos más tristes y aquellos otros que, hechos al fin jirones a fuerza de tantas fustas encolerizadas, eran sencillamente felices.
En la oscuridad, Ravén permite que explore su cuerpo casi desnudo. Siente la dulce mirada de la mujer que tiene enfrente, caminando un centímetro por delante del calor de su tacto suave, superando la barrera de su hombro para, decidida, arrojarse al vacío de sus largos brazos, camino a la firme tensión que ya nunca más abandonará sus puños, y de vuelta a la piel que esconde su corazón palpitante. Todo, absolutamente todo, de su propiedad, cada uno de los músculos recorridos, de los huesos todavía firmes, de los miedos encastrados entre las costillas, todo suyo realmente, lo único realmente suyo. Y Ravén tiembla, deseando que ella demuestre que aquello que aún le pertenece, es tesoro suficiente, recompensa idónea para agradecerle el que no haya cambiado ni un milímetro la anchura de su sonrisa, ni un tono el color de sus ojos, siempre tan perdidos en la profundidad de sus cuencas. Ojalá ella, la que le observa, la que ha emprendido el camino de su cuerpo, la misma que no ha tenido miedo de pisar las vociferantes hojas de periódico manchadas con el nombre de Ravén, con los remordimientos de Ravén, con la sangre y los errores; ojalá ella estire su mano, aprese su cuello y reclame el tiempo robado. Ojalá le ayude, así, a destrozar todas las noches vacías de seguridades.

Parece, al fin, haber encontrado la calma en su respiración, pero esta no tarda en fugarse, convertida en un lujo efímero que deja un sabor amargo en los labios. Tras su estela, cuando todavía huele a paz, a lucidez y sosiego en la habitación, Ravén encuentra el momento preciso para detenerse y pensar. El primer instante real de los últimos años, completo de silencio y desbordante de sorprendentes respuestas. Suficiente para Ravén.
Suficiente, para comprender que sólo conserva su nombre y nada más que su nombre. Suficiente, para comprender que ha perdido batallas, que han dejado heridas, que han infectado miembros que ya nunca más serán. Suficiente, para comprender que sus ojos no conocían ni tinieblas ni soledades, pero que han hallado el empalagoso dulce de la ausencia, y ya no saben, no quieren, estar de otra manera. Suficiente, necesario, para asimilar que su piel se ha vuelto rugosa, se ha convertido en ortiga, en escama erizada que rehuye sus yemas, las de ella, las que, ahora, lloran por no saber calmar el cuerpo desnudo del hombre que han estado esperando todo este tiempo repleto de horas y frío, de días y llantos.

Ravén se rinde, no encuentra batalla que merezca la pena. No sabe vivir, ya no sabe poner un pie delante del otro, ni conoce cómo se saluda afablemente o se deja uno acariciar. Sus ojos se han cerrado, los han cerrado. Sus errores le han vencido, le han apabullado. No estaba preparado su cuerpo para tanta oscuridad y, ahora... ya no quiere nada más que penumbra.

Ella se ha ido, entre sollozos, azotada por el reencuentro que nunca quiso llegar a imaginar. Ravén, sin embargo, permanece quieto, absurdamente feliz, abstraído de lo que hace un instante le preocupaba, gozosamente vacío de deseos o anhelos.
La noche acentúa su presencia, desbancando al último rastro de calor del día y, al fin... ¿qué hay de nuevo, Ravén?, pregunta la soledad.

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