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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

domingo, 26 de noviembre de 2006

Agua, 2

Y aquella noche la oscuridad rugió desgarradora, absorbiendo sus quejidos toda nuestra atención. Y la vida en ese instante no era otra cosa que cielo enfurecido, y nuestros sentidos no supieron más que empaparse de líquido, fresco y delicioso, rabiosos e inesperado. Y la humedad lo abrazó todo de una forma que ya nadie recordaba, y, por nuestras pieles desnudas, corrieron ríos, y nuestros pies se tambalearon en el agua, resbalando sobre un suelo atónito y sobrepasado por aquel desconocido que tornaba borrosa su mirada.

Pasaron las horas, con ellas los días, y la lluvia fue poblando la Tierra paulatinamente, sin las estridencias de la primera noche, como si nunca se hubiese ausentado. Recobró sus viejos cauces, sin importarle si alguien los había ocupado en su ausencia, y tornó el color y el aspecto de todas las cosas, apoderándose de los rincones más olvidados del planeta hasta que su memoria lo cubrió todo, como el manto de una luz que regresa, tras un perpetuo ocaso, para vestir a su gusto, lo que alguien alguna vez llamó sombra.

Décadas de decorados, siempre iguales, siempre inmóviles, cambiaron en pocos días sin tiempo para permitir que nuestros ojos se adaptasen, y creo que sin tiempo para que la sed abandonase nuestras bocas. Desde aquel día, la felicidad representaba su función entre humedad suspendida en el otrora árido viento. La muerte ejercía su infinito poder entre lagos, ríos y mares resucitados. Las penas continuaban tallando almas, pero ahora las lágrimas ya no eran huérfanas. Nada había cambiado, pero todo era diferente, y hombres y mujeres no supimos encontrar, entre el caos de la dicha, las huellas que estigmatizaron la Tierra mientras sobrevivíamos al desierto.

Hubo quien proclamó la eficacia de sus verdades y pidió tributo por ello. Hubieron quienes le concedieron sus favores y todavía hoy pagan una deuda eterna por poder humedecer sus labios. Hubo quien se olvidó de ser hombre y buscó poseer una extensión infinita de agua, muriendo en el intento o ahogando a otros muchos para poder salvar su fantasía. Hubo quien se sentó, vio caer la lluvia sobre él y lloró por el frío que le provocaba. Hubo quien no quiso vivir, también hubo quien no quiso cambiar.

Para cada uno de nosotros la historia comenzó de nuevo. Millones de recién nacidos, pero anegados de la codicia y la locura que se puede acumular en una vida anciana, fuimos desterrados a un mundo mejor, más cómodo, más seguro, más fácil, más tentador, más perverso, más corruptor. Y la lluvia, como agua que es, hizo lo que mejor sabe hacer, penetró entre las fisuras que la necesidad había cubierto, y disolvió los pueblos, lentamente, sin prisa, con esa eficacia que sólo el agua tiene, pudriendo a aquellos que eran más débiles, hiriendo a los más resistentes, repartiendo muerte por un lado y sed aliviada por el otro. Adaptando su forma a las fallas que en nuestra sociedad creaba su poderosa capacidad de diluir cualquier material, cualquier lazo.

Y el mundo que antes fue árido y seco, después verde y frondoso, se convirtió, lo convertimos, en un cadáver de acero, un esqueleto metálico incapaz de moverse por si mismo, un ser vencido por aquellos a los que entregó todo, el rostro de una madre que tan solo recibe ausencia cuando busca la mejilla de su hijo. Y en él vivo ahora, entre los borrones que cubren el tapiz que un día fue perfecto y, en noches como las de hoy, donde todo es agua, pienso que quizá el cielo busque vencer a los suelos metálicos o a las enormes cúpulas, o quizá sólo quiere matarnos a base de recuerdos de lo que pudimos tener, si no nos dejásemos disolver como azúcar en agua

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