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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

domingo, 19 de noviembre de 2006

Agua, 1

Esta noche, alguien ha decidido que era un buen momento para llenar de melancolía las últimas horas del día, y debido a eso, no puedo más que observar como las gotas que empapan el suelo de mi rincón, caen con furia sobre la tierra y resbalan por esta, hasta desaparecer de mi vista, mientras yo permanezco en el extremo del suelo metálico, resguardada del aguacero.

Ante los primeros chubascos, pequeños granos de polvo saltaban asustados con cada traicionero golpe de fría lluvia, pero ahora, parecen haberse cansado del juego y soportan, resignados, la cortina de agua que no parece terminar nunca. Todo es agua esta noche, miles de gotas ante mis ojos y en mi cabeza, ese estruendo que me cala hasta los huesos.

Recuerdo el primer día en el que vi llover. Es una fecha que nunca he podido olvidar porque ha pasado a formar parte de todo lo que me rodea. Ocurrió hace muchos años, los pueblos clamaban al cielo por las gotas de agua que les habían sido negadas durante decenios, aquel día no parecía ser más que otra fisura en la piel de un planeta desgastado hasta el infinito, sin embargo, terminó por convertirse en el punto de inicio de una nueva era.

Durante décadas los hombres sufrimos sed en nuestras bocas y suciedad en nuestros cuerpos. El cielo se mostraba infatigablemente severo con sus hijos, nos castigaba por errores pasados, por simple diversión o por el azar más absoluto, pero de cualquier modo, nos hacía tener que hurgar en el suelo para hallar los últimos restos de agua, nos obligaba a regresar al lugar del que un día huimos, para poder sentir nuestra piel acariciada por el valioso líquido. Los pueblos vivíamos sobre tierra árida, respirábamos tierra en suspensión, y en los sueños, los rostros de la gente aparecían borrosos por la omnipresente columna de tierra y viento.

Los días sin humedad, eran largos trayectos por un camino, tan angosto y abandonado, que parecían ser nuestros pasos los que abrían el sendero. Así un día tras otro, un año tras otro, sin sentir la comodidad de atravesar una senda segura, allanada por las experiencias previas de otros muchos hombres y mujeres. Porque los días sin humedad requieren de tantos sentidos para alcanzar la noche, que nadie ha podido hallar aliento para describir como han de ser vividos. Porque en los oasis que salpicaban las horas, oasis en los que poder detenerte, descansar, pensar, nunca hallarías agua, ni jamás encontrarías el reflejo de tu rostro en la arena, sólo los abatidos hombres que caminaban contigo, tan parecidos a ti que te asustaban, con tan escasa cantidad de vida bajo su piel como la que guardaban tus entrañas, tan poco vivos que te sentías reconfortada.

Y con cada nuevo año surgía indefectiblemente un nuevo rito que, sin lugar a dudas, traería de nuevo el agua a la Tierra, calmaría el odio que un día provocamos en algún ser más poderoso que nosotros y nos haría bailar, cada noche, abrazados por una espesa telaraña fresca y transparente. Sin embargo, al agonizar el año moría el rito anterior y nacía el siguiente, tan absurdo e ineficaz como todos, pero tan esperanzador como cada uno de ellos y capaz de lograr que todavía nos reconociésemos como hombres.

Pero nunca nadie ha conocido un castigo eterno, ni una recompensa infinita, y del mismo modo que veíamos morir a los ancianos, un día el cielo asesinó al polvo y nos regaló agua, y por primera vez conocí el significado del termino llover, y mientras lo descubría, no sospechaba la importancia que ese día tendría en mi vida

[…]







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