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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

miércoles, 13 de junio de 2007

Pequeña historia de una búsqueda, 3

Se consumió toda la oscuridad de la noche en unas pocas horas y, rozando el amanecer, comenzó la rutina a filtrarse por las callejuelas de la ciudad. Serpenteando por entre las grietas que recorren la superficie y el subsuelo del planeta como lo hace cada día, extendiéndose, serena, hasta alcanzar la esquina más olvidada de entre todos los rincones sin nombre.


Dentro de la caravana, un suave zumbido termina por oxidar un ambiente espeso y pesado, saturado de horas sin luz y expectante, impaciente, buscando ansioso una oportunidad para inspirar profundamente ante la necesidad de apoderarse de una pizca de nuevo oxígeno.

En la minúscula habitación todo es silencio. Los objetos allí apostados continúan en una perpetua calma y el pequeño ni siquiera respira. Sus ojos parecen haberse clavado en la pared que no hace mucho tiempo todavía tallaba con sus manos. Desde hace horas la recorre sin descanso, arriba y abajo, sin la ayuda de las yemas de los dedos, tan solo con la información que le brinda la visión de los relieves creados sobre la pintura. Como un explorador despistado que, por primera vez, pisa un tramo de su propia piel nunca antes visitado, el pequeño parece percatarse de que la pared es finita, de que cada vez que la araña también la está acariciando. Descubre que sus manos, mientras rasga con nuevos dibujos la pintura, descansan sobre trazos pasados y, después de años de heridas, se sorprende al comprobar que no hay más que una figura sobre la pared. Nada más que una, una mil veces dibujada, pero únicamente ella en cada rincón al alcance de sus dedos, aquella que, noche tras noche, parecía una recién llegada a su pequeño mundo de diminutos encerrados en cárceles de arañazos, resulta haber sido condenada, sin que su pequeño dios lo haya autorizado, a vivir como protagonista de mil historias diferentes.


En otra habitación, el cuerpo reactivado del viejo se pone en pié y camina por toda la caravana, moviéndose de un lado para el otro, sometido a la tiranía de la costumbre, a las acciones mecánicas de las mañanas desgastadas de tanto ser vividas. Da un paso y se hace seguir por una porción de estruendo, da otro más y el estruendo ya es completo, caminando a su lado, acompañándolo de un extremo al otro del pequeño hogar de hojalata. Sus manos, todavía hábiles, guían sus pasos de estantería en estantería, tomando un objeto aquí para, unos sonidos después, depositarlo en otro lugar, donde no le moleste, donde lo necesite. El viejo se mueve por toda la caravana, la recorre de adelante a atrás, la inspecciona con el rigor del que conoce todo lo que posee y, sin detenerse ni un solo segundo, prepara todo lo necesario para comenzar un nuevo viaje con rumbo todavía no definido, el que marque el primer camino retorcido y huérfano de viajeros que se presente y, como destino, el que la senda elija.


Tan solo una figura sobre la pared. Muchas veces llorando, otras muchas con el rostro tan retorcido que ni siquiera se distinguen las lágrimas. En ocasiones parece sollozar, y, en alguna escena, se percibe el miedo sacudiendo ese esqueleto construido por huesos de finos arañazos.

El pequeño se desvanece, completamente absorto en la pintura que todavía resiste y da forma y sentido a sus trazos. Los ojos perdidos, como se extravían las miradas en un espejo capaz de deformar la realidad cotidiana, y un extraño temblor parecen anticipar que algo está ocurriendo, que el amanecer no será uno más para olvidar. Cierra los párpados, para sentirse todavía más solo, y respira profundamente la atmósfera rancia de la caravana. Se vuelve aire reseco, se siente aliento danzando en una oscura habitación cerrada, fluye como la brisa, libre como la brisa.


El viejo descarga el peso de su cuerpo sobre su hombro y, desde este, a la puerta, la cual no duda y cede complaciente. Se detiene en seco, tarda un solo segundo en reaccionar, pero ese instante es suficiente para que la ira cabalgue a su encuentro y se pose en sus puños. Ante él, el raquítico cuarto repleto de objetos casi siempre inútiles y la pesada jaula, moviéndose, ahora liviana, con la facilidad propia de un péndulo enloquecido. Avanza unos pocos pasos, recoge los dedos hasta mostrar sus nudillos y da rienda suelta al miedo que viajaba con él, dolorosamente anclado a su espalda.


[...]







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