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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

martes, 9 de enero de 2007

Cien años, 1

Los edificios en el centro de la ciudad son enormes conglomerados de cubos hechos de acero y hormigón. Paredes que se elevan sin fin desde mis pies hasta donde no alcanzo a distinguir. Son una violenta mezcla de materiales que penetran unos en otros, encajando perfectos, sin provocar ni la más mínima fisura, sin dar oportunidad al aire, contaminado de humanos y máquinas, que se estrella continuamente contra ellos. El centro de la ciudad no es más que un suelo metálico rodeado de enormes cubos hechos de otros cubos más pequeños. Edificios absolutamente opacos e impermeables, silenciosos y estáticos. En las esquinas del centro de la ciudad hay escalones que se hunden en el acero del suelo, que descienden a un nivel más ruidoso. Escaleras que conducen a las raíces de los cubos de acero y hormigón, a la altura en la que han enterrado las bocas de los edificios, único punto por el que poder salir del mundo para entrar en ellos, tan perpetuamente aislados de la superficie del planeta que sus entradas sólo se muestran tras largos pasillos estrechos y enanos. En los laberintos que cruzan las entrañas del centro de la ciudad, habitan los seres que caminan decididos hacia un destino bien conocido y también aquellos que vagan sin rumbo o que han sido expulsados de algún lugar olvidado. Por entre las raíces de los cubos, fluimos una marea de gente, absurdos transeúntes de un laberinto del que hace mucho tiempo se nos ha revelado el camino de salida, avanzando como un torrente sanguíneo que nutre, acondiciona y en ocasiones destruye la vida en forma de acero y hormigón que crece sobre nuestras cabezas.

Los pasos sobre el suelo metálico son tan iguales y monótonos que todos hemos aprendido, aún sin quererlo, a despreciar su sonido y mientras caminamos, los susurros se vuelven como alaridos y las conversaciones más silenciosas parecen bruscas aldabadas en nuestros oídos. Es sencillo, si prestas cierta atención, empaparte de la locura que ya anticipaban los ojos de muchos de los transeúntes, o de la ira que supura la piel de otros tantos, es realmente un juego de niños el poder rescatar de la rutina diaria, las aventuras que algunos confiesan y otros inventan, y entre todas las historias, siempre una que se repite, que viene y va por las arterias del subsuelo, a la velocidad endiablada que alcanzan en este mundo las leyendas de tierra y agua, las viejas historias de fuego y viento, arropando a una noche cualquiera.

Cuentan, sin saber que lo hacen, los viajeros de mi mundo de paredes y techos metálicos que desde el extremo sur de la ciudad, enfocando tus pasos hacia el grupo de montañas que parece poner límite al infinito del paisaje, lejos ya del último gran bloque de hormigón y acero, caminando sin detenerte ni desviar tu marcha, siempre hacia el sur, completamente recto, tras unos cientos de metros, existe un lugar al que nadie ha otorgado un nombre propio lo suficientemente respetable como para ser identificado por él, pero que será justo el rincón del mundo del que oirás hablar en los extremos de las barras de cada taberna de la ciudad. Allí donde la luz se enfoca en los vasos, casi siempre a la espera de un nuevo trago, y los rostros tratan de no ser reconocidos entre las sombras, sutilmente mezclado entre las conversaciones, los silencios y el licor calmando los rasguños de las gargantas, escucharás hablar de un lago, lugar despoblado de hombres pero en el que todos los que allí se reúnen para no ver sus caras, han naufragado alguna vez.

Desde el extremo sur de la ciudad, si caminas unos cientos de metros, si logras no perderte en el trayecto o no encontrar un destino mejor, si avanzas lo suficiente como para que la última luz a tu espalda se convierta ahora, en el último foco rendido a la noche, verás ante ti una masa de agua, absolutamente helada si pudieses tocarla, cubriendo un suelo que alguna vez fue seco, y en la orilla, abrazando toda tu piel, neutralizando tu sentido del tacto, una densa niebla que alguien una vez olvidó disipar, y que ahora teje el espacio que separa un árbol de su hermano. Sorprendente aparición en medio de la noche que te absorbe y te libera, sólo cuando el agua roza ya tus pies

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