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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

viernes, 15 de diciembre de 2006

Hambre de locura, y 2

Los nombres flotaron por mi interior, tejiendo redes de sucios recuerdos, de rincones asesinos que creía olvidados. Mi mente restregó la suciedad recién estrenada de sus manos, por la cara dulce y despistada de una vida que había permanecido en el perfecto equilibrio de las mentiras de mi memoria, despojándola de este modo, de la capa de maquillaje que disfrutaba seleccionado para mí la realidad vivida hasta hoy. Y nacieron caminos, destinos, y lugares testigos de algunas despedidas, y surgieron, tras las pinturas que ahora se iban descomponiendo, los rostros de aquellos que un día embistieron a la vida con la locura de sus almas, convirtiendo sueños en sendero, entremezclados con las sombras de esos otros que, como yo, siguen bebiendo el mismo agua que salvó sus labios la primera vez que se sintieron infelices.

Y me descubrí hambrienta. Una pequeña con enormes ganas de emborracharse de locura, de perder por el camino su condición de ser humano, para llorar y ser así sólo lágrimas, sólo agua impregnándolo todo. Una pequeña... tan sólo agua. Una pequeña… recordando que muchas veces me canso de ser hombre, de ser mujer, de ser niña, de ser un nombre propio o un rostro particular. Sollozando que quiero fluir como el veneno que rasga la garganta del viejo loco, fundiéndome en las llagas que los años han dejado en la piel de alguien, sintiéndome tan lejos de la cordura como cerca de la verdadera vida, de la que no se mide en días, aquella que sólo se deja ver cuando yo ahogo tus lágrimas, o cuando mis penas mueren ante tus ojos. Hambrienta de locura.

Pero el tiempo es implacable y cruel, como todo lo que hemos inventado, y no tardó la incómoda sensación de sentirme absolutamente desnuda en llegar, y, sin escrúpulos, incrustarse en mis huesos, erizando cada pequeño tramo de mi piel, llamando a gritos a la perversa inercia de los días. Como siempre, mi alma perdió las ganas de preguntarse que significa estar viva y agachó su cabeza, sumisa y derrotada, completamente vencida a la luz, a la suciedad que me rodeaba y al aroma que anticipa el cordial saludo de una tarde al cercano ocaso.

Y el viejo loco continuó besando la botella y mordisqueando sus labios tras cada trago, para saborear hasta la última pequeña astilla del amargo dolor de su alma deshaciéndose en alcohol. Y la tarde se fue despidiendo de él al mismo ritmo que yo lo hacía, las horas tomaron el mando de nuestras vidas y su rostro fue una nueva imperfección que borrar de las paredes de mis entrañas. Gran arañazo que todavía no he podido sanar, porque aún hoy, en cada una de las noches a las que sobrevivo, me siento sola, me siento hambrienta y sueño con que la sensación de ser una pequeña náufraga olvidada, sirva para acercarme a la locura, y a ningún otro sitio.







martes, 5 de diciembre de 2006

Hambre de locura, 1

Los vencidos cristales que vestían, ya sólo como pequeños remiendos, el techo de los viejos andenes de una estación olvidada, dejaban pasar, a regañadientes, la luz de un sol que a esas horas se mostraba altivo y dominador. A cubierto de la claridad, entre la mugre que marcaba, infalible, el tiempo transcurrido desde la última visita de algún ser vivo a aquel lugar, descansaba un viejo loco, vigilante vocacional de los rincones más perdidos de la comarca, solitario por naturaleza y agotado por principios. Unos cuantos huesos y los músculos estrictamente necesarios para moverlos, y algún que otro bastón en forma de alcohol, o cualquier aliado que lograse calmar su alma.

Pensé que, seguramente, sus labios habían permanecido sellados durante mucho tiempo, al menos, eso parecía indicar el lapso interminable de incómodos segundos, que tomó a su boca contestar a mi saludo. Probablemente sus labios se descontrolaron en ese instante, porque la mirada del viejo loco no tardó en clavarse en el suelo, como tratando de olvidar mi presencia. Pero quizá el miedo de que la locura no le fuese exclusiva, le hizo interesarse por el motivo que llevaba a una niña como yo, a vagar por lugares sin pisadas resecas. No supe que contestar a su pregunta, y él pareció hallar la respuesta por mí. Se sentó tranquilo, con la calma de quien ha dado la espalda a los días hace mucho tiempo, y hurgó en su pasado para mostrarme el mío.

Las palabras del viejo loco, eran como las nanas que absorbían tus sentidos, cuando luchabas por no perder ni un segundo de la vida flotando a tu alrededor, cuando la muerte, aún sin conocerla, te atemorizaba cada noche. Y como en aquellos días, para mí también murieron todos los relojes, y el sol no fue más que un estúpido al que no hacer caso, y el tiempo se midió en frases y lágrimas, y en nada más que eso.

Descubrí lo ocupadas que habían estado mis manos todos estos años. Enfrascadas en una lucha por tallar las vísceras que mi piel recubre. Empeñadas, sin yo saberlo, en la labor de eliminar cada una de las esquinas de mi alma, de las punzantes esquinas, donde sin remedio se golpeaban mis sueños, y en las que, poco a poco, se acumulaban los sucios restos de las batallas perdidas, el polvo de los lugares conquistados y todo el humo que respiro cada día. Y el contemplar mi alma tan aséptica, tan lisa y redondeada, tan perfectamente lustrosa, fue algo grotesco para mí. ¿A qué lugar han ido a parar aquellas lágrimas que un día lloré?, ¿por qué debo creer que seré más feliz sin ellas ensuciando mi memoria?

El viejo loco se llevó la botella a la boca, y secó la comisura de sus labios con piel ajada de su muñeca. Mientras tanto, el silencio gritó en mis oídos todos los nombres olvidados con el paso de los años, y un solo instante bastó, para cubrir completamente las paredes de mi interior de esa capa de mugre, pegajosa e incómoda, que deberían generar los malos ratos vividos

[…]







sábado, 2 de diciembre de 2006

Agua, y 3

Y no fuimos nada más que eso, granos de azúcar agonizando en un mar incontrolado, arrastrados, sin remedio, por una corriente que nos arrancaba la piel a tiras. Un infinito caudal de agua, que provenía del mismo lugar del que partieron las viejas décadas de polvo esclavizando el aire.

Continuos homicidios de todo aquello que la necesidad, la sed y los párpados vencidos habían construido durante años, se sucedieron un unos pocos días, y sin tiempo para llorar los cadáveres de lo que perdíamos en el camino, los suelos a nuestros pies se volvían fríos e inertes. En cada paso dado, un poco menos de tierra al cuidado de las espaldas y más acero guiando el agua que el cielo nos brindaba.
Nacieron fronteras donde sólo reinaban los horizontes y sentimos como nuestra, cada pedazo de una Tierra que hace no mucho detestábamos.
Quisimos poseer los primeros brotes de hierba y los sorprendentes reflejos en el agua, el color incendiando la tarde y la humedad resbalando suave por la pendiente de la ladera, pero nuestras manos, como no podía ser de otra manera, se mostraron torpes y agarrotadas, incapaces de tomar ni siquiera un pequeño trozo de la vida ante nosotros, zafias hasta el punto de derramar y resquebrajar, incluso aquello que tan sólo tanteábamos con la yema de los dedos.

En nuestros bolsillos crecieron ambiciones y los puños aprendieron a cerrarse en presencia de enemigos. Las miradas... sólo si emanaban de la desconfianza, y los rostros cada vez más ocultos, más privados.
Lejos quedaban ya los días en los que el hombre amaba al hombre. Ocultos tras el muro de la locura, aguardan tiempos mejores los años en los que, si sentía sed, podía calmarla en la sed de tu mirada y, si tú tenías frío, lo ahuyentabas con la piel que cuidaban mis ropas.

El día que por primera vez vi llover, me despedí de lo humano que hay en nosotros y saludé, sin yo saberlo, a la parte más animal de mi razón, a la cara más decrépita de mi naturaleza, a la abundancia de agua cuando mi boca pesa quintales, al frío cubriéndolo todo cuando, más allá de la cúpula, brilla el sol.

Y todavía hoy sigue lloviendo, y cuando no lo hace, todo a mi alrededor me recuerda que no tardará mucho el cielo en diluirse sobre nosotros, en disfrazarnos de agua.









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