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Muelle flotando
...soy una náufraga sentada en el extremo de mi isla, aguardando que algo rompa el tedio del horizonte y lanzo, a la brisa que sacude este lugar, mis llantos en forma de palabras cojas... así empezó todo

martes, 16 de octubre de 2007

De regreso a mi precipicio

- ¿Dónde has estado todo este tiempo? –me preguntó y yo me dejé vencer por el dulce rebosando de su mirada, y sonreí de esa forma que sólo sonríen aquellas a las que, de pronto, les tiemblan las rodillas sacudidas por el aroma de los buenos recuerdos vividos.

- Supongo que me habré perdido en algún oscuro lugar –le contesté mientras arrojaba mi sonrisa hacia su rostro.

- Tenía ganas de verte ¿sabes? –acompañó la frase con su encantadora torpeza y con el sereno marrón de sus pupilas, suficiente para que mis ojos le respondiesen con sumisa complicidad.

Mientras tanto, la tarde absorbía los últimos resquicios de ruido que todavía lograban sobrevivir al pesado traqueteo de las horas recorriendo el día, agrietando el tiempo.
En la solitaria densidad de la vegetación que crece un par de pasos antes de la frontera, se guarecían nuestros cuerpos. Ahora inmóviles y en silencio, aguardando el momento preciso, la señal adecuada. Sobre nuestras cabezas, el suave caminar de una exigua ráfaga de viento recorriendo los últimos kilómetros de un viaje casi infinito; agotador trayecto desde la lejana libertad, hasta el hipnótico mar en calma que sirve como cielo de nuestra casa de muñecas, postrera celda de la vitalidad encerrada en los vientos enfurecidos que, una vez cruzado el umbral de mi mundo, duermen como feroces y salvajes animales de trapo.

Embriagados por la perpetua calma de las tardes que agonizan, los colores parecían suavemente temblar ante nuestros ojos, sacudidos por el tedio y el calor, pero prestos a tornarse vivos de un momento a otro, justo en el instante preciso, tras la señal adecuada. Tensa espera que se volvió insoportable cuando comenzamos a sentir los pasos de aquellos gigantes que recortaban el horizonte infinito con sus afiladas siluetas. Los músculos en creciente tensión y los sentidos alerta, felinos, dispuestos a no perder ni uno solo de los estímulos que habrían de incendiar nuestro cuerpo con adrenalina en ebullición.
Cada vez más cerca, tan sólo a unos pocos metros. El suelo se estremecía a cada paso de los enormes monstruos metálicos, como quejándose por cada una de las pezuñas que se hincaban en la tierra para permitirles avanzar, siempre acompañados por ese ritmo enérgico y violento que les otorgaba un aspecto marcial, convirtiendo su caminar en el himno de un ejército entrenado para burlarse de las agallas de sus rivales, mientras estas huyen, presas del pánico, ladera abajo.

Tan sólo unos segundos bastaron, para convertir el temblor del suelo en el estruendo de nuestro miedo tratando de salir disparado, arrastrando con él a nuestros cuerpos de niños, para ir a acurrucarse al lugar más lejano que pudiese encontrar. Estruendo de pisadas que amenazaban con buscar acomodo sobre las cabezas que no llegábamos a proteger con los brazos, rozándonos mientras permanecíamos en silencio absoluto, sujetando el ímpetu de los músculos prestos a estallar y aquella, dulce y conocida, sensación de que nuestras vidas volvían a estar a un paso del añorado abismo.

-¡Ahora!, ¡ahora! –gritó con enérgica ilusión, derrotando con su voz el quejido intenso de la puerta metálica que es vencida, y se sumerge en la tierra, para dejar pasar un increíble y fresco chorro de luz exterior.

Los aromas del agua acariciando el verde del frondoso bosque, los mágicos espectros de vaho y luz crepuscular que danzaban entre los árboles, las bastas laderas por las que podían huir los ruidos, las eternas letanías del día a día, los sollozos y las risas, libres al fin, con kilómetros por recorrer, sin fronteras, sin ecos, sin perpetuos agobios ni estrecheces, sin techos que tocar ni paredes que compriman, sin cúpulas translúcidas y protectoras. Todo al alcance de la mano, entrando por aquella puerta vencida como un vendaval de vida comprimido en una presa que se esfuma, que desaparece, hecha añicos, ante la violenta embestida de la luz y su libertad, del espacio y su poderosa energía.

Corrimos hacia allí, hacia nuestro precipicio, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra ilusión. Los ojos cerrados por el esfuerzo, serpenteando por entre las piernas de los enormes monstruos de aquel ejército metálico, esquivando sus pisadas con la naturalidad y la fortuna con la que una gota de agua salta, de rasguño en rasguño, para cruzar la piel del planeta, desde la montaña inmensa hasta la calma absoluta. Corrimos, como otras muchas veces ya lo habíamos hecho, escuchando la respiración entrecortada del otro, hasta sentir el calor de la luz exterior suavemente posándose sobre nuestros rostros. Tan dulce. Tan hermosa. Tan distinta a la luz que me despierta por las mañanas, que me despide cuando la fatiga me vence, tan diferente. Y, cuando las pisadas lograban sortear la frontera, tal y como había sucedido en tantas y tantas ocasiones, unas enormes garras metálicas tomaron nuestros cuerpos y los elevaron, frenándolos en seco mientras los pies todavía luchaban por avanzar unos pasos más, pateando enérgicamente el aire ahora, tal y como unos segundos antes hacían con el suelo.

Adiós a los bosques, frondosos y húmedos. Adiós al espacio, al frío de los rincones que la luz no llega a calentar. Adiós al abismo que hay detrás de nuestra frontera, pero mientras volábamos, sujetos por aquellos dedos afilados, enormes, poderosos, abrí mis ojos y vi los rizos de su pelo danzando en el aire, saltando sobre su cabeza descontrolados, concediéndole un aspecto de héroe romántico y loco. Le observé, sonreí y ya estaba pensando en la próxima vez que buscaríamos el dulce encuentro con el precipicio que él y yo conocemos, que nos pertenece, de la misma forma que nos pertenecen cada uno de estos vuelos de vuelta a casa.

Nos depositaron en el suelo, con la delicadeza propia de quien no debe detener su marcha, y echamos a correr, ahora dejando la luz a nuestras espaldas y los gritos de los que nos anticipan graves consecuencias.
Iba tras el polvo que levantaban sus pisadas, y tras de mí venía el chirriante sonido de la puerta que nuevamente se erguía poderosa. Me detuve un instante, y ya casi le perdí de vista, orienté mi cuerpo hacía la recuperada muralla de metal, respiré hondamente y me despedí de ella. Hasta pronto, le dije.









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