Se acerca a la jaula, mediante un solo y enérgico paso, la detiene con sus manos repletas de sangre hirviente y clava sus ojos en el rostro del pequeño. Se produce un mínimo instante de calma en el cuarto, el silencio propio de una inspiración precediendo a un desenlace abrupto, y las llamaradas de miedo se desatan, sin remedio, desbocadas hasta el punto de ser ya, por siempre, incontrolables. Ante la mirada del viejo se muestran las evidencias de una gran batalla perdida. Las pruebas, resbalando por la piel del niño, bordando sus mejillas, de que ya no hay más tiempo para los dos, de que ya no quedan mentiras por narrar, ni cariño por fingir. Acerca sus dedos al rostro de él y las yemas le son devueltas humedecidas, el viejo cierra sus párpados con cólera y estrella su puño contra la pared, justo encima de cada una de las mil figuras, siempre iguales, rasgadas por el pequeño. Toma su cuerpo con violencia y lo arroja afuera de la jaula, cruzando la atmósfera incendiada de la habitación en un fatal vuelo, hasta fracturarse contra el marco que sostiene la puerta abierta.
Poco a poco se vacía y se queda en nada, en un esqueleto cobarde y desnudo que respira con dificultad, sufriendo en cada nueva lastimosa inspiración. Se acerca a la puerta, la abre, y arroja al exterior el cuerpo del niño, fracturado, deformado y casi sin vida. Se gira deprisa, sin tiempo a ver la nube de polvo que surge del suelo al recibir el peso del pequeño, y cierra la puerta tras de sí, satisfecho por haberse desprendido de ese objeto inútil que sólo servía ya, para hacer su equipaje más pesado. Pocos minutos después desaparece, siguiendo el camino que más dificultades parece ofrecer, perdiéndose, rumbo a un horizonte desconocido, por entre las tortuosas sendas inexploradas.
Ni tan siquiera traté de inventar alguna teoría que explicase el hecho de que un pequeño robot con aspecto de niño, pudiese haber llorado del mismo modo que lo podía hacer yo, tan solo me puse en pié y revisé los demás restos con atención. Entre ellos, apresada por los dedos de un diminuto y quebrado puño metálico, pude hallar una fotografía que todavía hoy conservo. La imagen de una chiquilla llorando desconsolada tras el marco de una ventana. La tomé, la introduje en uno de mis bolsillos y, caminando tranquila, dejé atrás los restos agonizantes de aquel pequeño robot con aspecto infantil que parecía haber sido capaz de encontrar la forma de llorar como lo hacen los humanos, como lo hacen las chiquillas asustadas a las que, una vez, encerraron entre los muros de una vieja fotografía.